Por: Alejandro Enríquez
Dios impreso en pubertad,
contigo llévame al exilio,
iracundo de los más lejanos mares,
y arrástrame viento a piedra
en el ocaso, éste que viene.
Se acercan a las 5:52 pe eme,
tú, que sustituyes sol por luna
y abriéndote paso entre natura,
grande gozo al pronunciar palabra
y que me choque con el cuerpo:
materia de voces, de murmullos,
de rumores fuertes no hacen otra cosa
sino prometerle al paraíso tu existencia,
y el pródigo segundo en que me tocas
va externándose como una aguja
que reclama la presión de la medida.
Suplemento vitalicio,
aquí estoy en el acantilado,
le platico de ti a las matemáticas,
a la retórica, a la física y a la literatura;
piensas siempre en cada bella disciplina,
y aquí estás, implícito a una altura elástica,
a la cama que llora, a la ensalivada almohada;
y aquí estás, disuelto como sal que corta y punza
si lo tocas; palabras se escurren en tu boca: gracias.
Las 6 marca el reloj amarillo de mi espejo,
son las 6 de la tarde lo que dicta la voz grave del tiempo.
Prendo otro cigarro ahora en nombre de tu esencia.
¡Que se quede! ¡Que se quede!,
grito a calavera con calada
¡Que se quede y no se vaya nada,
ni un pedazo de su aroma!
Bebo al amargo té verde
que me envuelve -no me embriaga-.
en la suculenta atmósfera caliente.
El humo se combina con el té,
con la sepia, con el sol
con el rocío, el viento,
el paño de la ventana fría abierta:
tu perfume desde fuera entra.
Cálidos son uniformes tus huesos
que me cargan tan sabrosa penitencia,
amor, recárgate en mi hoguera
que el atardecer es estupendo.

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