Por: Hiram Rangel
– ¿Volverás a Los Ángeles, Henry?
– En un par de días- le dije. Ella me vio con mirada de preocupación. Se estaba volviendo un hábito perder a mis mujeres. No creí que para perderla a ella tenía que dejar la cuidad. Suele pasar. La vi desde el avión, el bar estaba llenó de jubilados y prostitutas. Estaba volando a Ensenada.
Jacobo ya estaba esperándome. Odiaba saludar a las personas, mirarlos, pero él era un buen tipo. Lo saludé.
– Henry, es un honor para mí recibirlo- me dijo tocando mi hombro.
– ¿Dónde es?
-Oh, primero es la lectura, Hank, después una pequeña fiesta.
– Odio las fiestas Jacobo- dije con repulsión.
– Vamos, Hank, organicé todo. Hay mucho que beber.
-Bien, vamos.
Me hospedé en su casa. Una casa promedio con vista al mar. Era parecido a mi cuidad caótica. Sólo podía escribir ahí, algo pasaba, aun así no quería descubrir qué era.
La librería era de Jacobo. Pagó el boleto de avión y me hospedaba, además del licor gratis. -Podría hacer más esto- pensé.
Antes de salir a la lectura me miré en el espejo. Ahí estaba todo: las cejas, la barba, los ojos. La cara de un perdedor.
El público aplaudió después del último poema, me bebí el último trago de la botella.
-¿Siempre bebes así?- me preguntó una mujer. Tenía buena pinta, piernas fantásticas, cabello vivo. Sus ojos eran excéntricos. Debía tener menos de dieciocho años.
– Cuando estoy así de dispuesto, sí- respondí.
-Ellas son mis dos amigas. Las tres vinimos a verte- parecía asombrada.
-Un gusto, mira me tengo que ir a por otra bebida.
-Vale, adiós.
Nunca sabía qué decir con las mujeres. Firmé algunos libros y me dispuse a beber más. Jacobo me incitó a ir a la fiesta. Bebí aún más.
-Henry, mierda, tienes que controlarte. No puedes andar por la vida así.- dijo Jacobo.
-Me ha funcionado.
Se acercó la chica de antes y me tocó el hombro.
-¿Ya tienes tu bebida? me llamo Dana. Ellas son Melanie y Esther.
– Disculpa por hace rato- dije.
– Vamos arriba.
Mi alcoholismo tomó en ese momento la decisión. Íbamos los cuatro a la segunda planta. Melanie y Esther comenzaron a besarse. Dana me sacó de ahí.
– Lo lamento, es la bebida- me dijo, disculpándose.
– Pasa, a mí me pasa. Sólo con mujeres.-
La azotea tenía una buena pinta. Dos cervezas, la mitad de un cigarrillo y ella estaba contemplando mi rostro.
– Eres hermoso- dijo Dana.
– Soy mayor- dije.
– Y yo menor. No escapes de las mujeres, Hank.
Me bebí la cerveza de un trago y ella se me lanzó. Era su prisionero, en ese momento, de su piel y labios. Mi lengua borracha hacía lo suyo. Me aparté un poco.
– Toma el tren- dijo quitándose la ropa.
Tomó sus manos y sus dedos pasaron por varias cicatrices de mi espalda. Las recorría y las sentía. Me pertenecían. Caímos al suelo y de repente ella se levantó.
-¡MIERDA!- exclamó asustada.
– Hay un nido de alacranes- dije
-Malditos insectos- refunfuñó.
Estás equivocada…-comencé- Tocaron tu piel unos cuantos y no tienes ni una picadura. Ahí yace el secretó de éstas criaturas extraordinarias.
-¿Qué dices?- preguntó confundida.
Los alacranes no pueden picarle a alguien que siente amor.

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